En las tres entregas anteriores hablamos de las primeras condiciones para la prevención de enfermedades neurodegenerativas en la edad madura. Hoy vamos a completar la tercera de ellas, y tercera en orden de importancia: el control del estrés.
Pero qué es el estrés. Podemos entenderlo como una reacción natural del organismo que se pone en marcha de forma automática a fin de afrontar bien una situación amenazante o simplemente demandas del entorno, a fin de resolverlas. Así que el estrés resulta adaptativo, pues nos permite hacernos a los cambios que están aconteciendo a nuestro alrededor.
Hace no mucho me vi envuelto, en una ciudad aragonesa, en un tremendo atasco de tráfico. Llevara prisa o no, daba igual: la solución del atasco no iba a depender de mí. En ese tipo de situaciones me gusta observar las reacciones de la gente; son como un libro abierto en el que cada párrafo cuenta, nada está de más. Por el carril de mi derecha iba un automóvil conducido por una mujer de unos cuarenta y tantos; en realidad, nadie iba a ningún lado, pues llevábamos varios minutos parados. Había quien incluso había salido fuera del auto, manera de disfrutar del espectáculo. Vuelvo con la mujer: ella parecía estar conversando con sus musas: rostro relajado, mirada perdida, parpadeo ocular lento, de vez en cuando sonreía… A mi izquierda, un panorama bien diferente. Bajé la ventanilla pues la temperatura era más que otoñal. Y se me ocurrió llevar mi mirada hasta la del conductor que, como un poseso, estaba dando bocinazos a diestra y siniestra; la verdad, que tampoco era el único. Y también quise quedarme con su retrato robot, a lo que él, totalmente salido de sus casillas, me increpó con un pendenciero e iracundo: «¡Tú qué coño miras!» Lógicamente, no le contesté; preferí llevar mi mirada hacia otra perspectiva más prometedora y, de paso, subí mi ventanilla y activé el seguro de las puertas. Digo: «Si a este energúmeno se le ocurre salir de su vehículo, ¡soy hombre muerto!»
Se suele aceptar que el estrés es una respuesta natural del organismo. La de aquel tipo, en medio de aquel atasco, creo que de natural no tenía nada. También se acepta que la respuesta de estrés permite adaptarse a los cambios que se están produciendo en determinadas situaciones de nuestro entorno. Las respuestas de aquel tipejo —¡mejor que no me oiga!— en absoluto le permitían adaptarse a aquella situación; sus reacciones en absoluto iban a facilitar que el atasco se solucionara antes. Y además el estrés provoca una activación del organismo. El susodicho debía cumplir esa condición con creces. ¡Era para verlo! ¡Daba hasta miedo! Cuando gritaba —no sé a quién, seguramente al mundo entero— se le hinchaban hasta las venas del cuello.
Sin embargo hay un elemento muy importante del estrés que viene provocado por la forma en que cada persona valora la situación. Sin duda que la mujer de mi derecha lo estaba haciendo de una forma, y el loco de mi izquierda de otra muy diferente. Por la forma de reaccionar, tampoco podemos saber quién de ellos tenía más prisa; tal vez de haberles preguntado, sus respuestas nos habrían sorprendido. Dicho sea de paso, al conductor de mi izquierda yo desde luego no me habría atrevido a preguntarle ni aún ataviado con casco y traje especial anti-golpes. A todo esto, cuando el tráfico se normalizó, advertimos que la causa había sido un accidente que había colapsado totalmente la vía.
Lo que sí está claro, que cada persona es un mundo, y tiende a reaccionar de manera diferente ante una misma situación estimular: lo hemos podido ver con este ejemplo, tan real como la vida misma.
Una vez hemos llegado hasta aquí, debemos puntualizar algo que no tiene vuelta de hoja: si alguna vez puedes cambiar un contexto generador de estrés, hazlo. Pero no siempre es posible. En tal caso, no habrá más remedio que cambiar algo dentro de nosotros, y muy especialmente la forma de percibir y valorar la situación.
¿Pero cómo afecta a nuestro organismo el exceso de estrés? Veamos algunos de sus mecanismos. Nos vamos hasta el sistema endocrino. Cuando la hipófisis recibe un mensaje de SOS, no se hace esperar: envía una señal de urgencia a las glándulas que producen hormonas del estrés; es cuando las suprarrenales secretan dosis importantes de cortisol. Y a un tiempo, otros muchos cambios acontecen de manera súbita: aumento de la presión arterial y de la frecuencia cardiaca; la sangre, a rebosar de hormonas del estrés, fluye, sobre todo, hacia las piernas, por si hay que salir corriendo; aumento de los niveles de glucosa en sangre; aumento de los niveles de coagulación que, en caso de una herida fortuita, podrían detener la hemorragia; por si acaso, el pulmón hace un repostaje extra de oxígeno; se da un descenso súbito de la temperatura corporal; aumento del tono de voz (como el oído humano es más sensible a las frecuencias altas, parece que las cuerdas vocales se preparan por si tuvieran que pedir auxilio); taquicardia, temblores, boca seca, sudoración…; parón momentáneo del sistema inmune; una serie de cambios en el rostro; y aumento de la actividad cortical.
¿Pero qué pasa si esos mecanismos de hace unos 30.000 años como poco los estamos utilizando no para dar caza a un peligroso mamut —quién no es peligroso cuando se ve acorralado—, sino para salir de un atasco de tráfico? Que en este segundo caso las hormonas del estrés, en lugar de servir al fin previsto, lo que hacen es intoxicar al organismo.
A la interpretación racional de las condiciones estresantes la denominamos ansiedad. Y cuanto más la mantenemos en el tiempo, más perniciosos nos resultan sus efectos. En el caso de la caza del mamut, me estoy imaginando al tipo del atasco gritándome: «¡Y tú, qué miras!» Y yo habría entendido que rápidamente tenía que abandonar mi vehículo en plena calzada, y empuñar una lanza para ayudar en la caza del elefante lanudo, principal recurso energético de los preneandertales. Pero eso ocurrió hace muchos miles de años, aunque algunos aún no se hayan enterado de ello.