Cuando Indra le profesó el adiós definitivo, su cuerpo se resquebrajó. Un dolor seco y antiguo rebrotó en sus alas de sirena rota. Un velo rojo cubrió su casa y su infancia se abrió como un árbol maduro, y recorrió los laberintos secretos de su memoria en los que ardía la pérdida de un padre autoritario y la necesidad no cubierta de aceptación. Y pensó que la felicidad efímera era una utopía, y quiso trascender, ir más allá.
Aurora, sentada frente a su soledad decidió firmemente que enterraría todos sus miedos y lentamente se deslizó hacía las profundidades de la tierra, aguanto la respiración y se quedó inmóvil esperando que la eternidad produjera en ella el milagro del renacimiento, y el agua regó su cuerpo y de su cabeza brotó un tronco fuerte capaz de sujetar los empujes del viento y disolver las gotas punzantes de lluvia y sus piernas se metamorfosearon en frondosas copas que terminaban en pies con forma de sinuosas hojas.
Y su sufrimiento se unió a las partículas del mundo y su energía se disperso cuando entendió la conexión que va más allá de la unidad y nunca jamás volvió a sentirse sola.